Monday, April 28, 2008


Margarita
(Cuentalia, 1998)
Una de tantas noches en que me quedé a dormir en el último cuarto ocurrió el contacto. Siempre he tenido mi propia habitación, pero desde joven me ha dado por irme a quedar en el último de la casa, el más alejado del caminar de los gatos y el ruido de las cucharas al amanecer. Como siempre, me acosté cuando todos llevaban horas bajo las cobijas; me metí en la cama boca arriba, las sábanas limpias me envolvieron piernas y brazos; el olor del clóset, de la alfombra y las paredes encerradas me adormecieron.
Sé que soñé, aunque ya no recuerdo las imágenes, sé que estaba muy lejos de mí, entregada totalmente. Descansaba. De pronto, mis ojos abiertos, el corazón retumbándome hasta el vientre; los muslos flojos y la sensación de que algo había sucedido en mi ausencia. Los poros atentos, trataron de identificar el sonido que me despertó bruscamente. Todo parecía en calma, las cortinas sostenían su peso, tranquilas. Ni un solo ruido recorría el lugar, ni siquiera los grillos hablaban entre sí. Percibí mi saliva enfriándose en los labios, la sequé molesta, intenté volver al sueño, relajarme, pero la sangre aún me recorría el cuerpo a borbotones intensos. “Estoy sudando”, pensé, porque tuve frío en la espalda. Me pasé la mano por cuello y nuca para calmar las gotas heladas y en vez de líquido encontré lo que me pareció era una lombriz, fría y húmeda, entre la funda y mi piel. De un brinco salté del colchón y corrí a prender la luz. En la almohada, un insecto se retorcía. Era casi transparente y tan largo como mi dedo pequeño. Las antenas se le agitaban histéricas junto con las patas débiles que le rodeaban el cuerpo. No huyó, esperó a que yo tomara un frasco del tocador y se dejó guardar en un recipiente con la tapa perforada para que tuviese aire. Allí esperó la llegada del día siguiente. Cuando el sol cubrió muebles y ventanas creí tener la obligación de colocarlo en el jardín, pero el asco de saberlo en mi piel me indujo a echarlo al excusado. Tuve que hacerlo. Vi cómo se mareaba con las vueltas del agua y cómo junto con ella se sumergía en el hoyo. Durante las noches siguientes me negué a regresar a esa recámara, antes de acostarme revisaba muy bien las sábanas. Me compré una lámpara para prenderla cada vez que me parecía tocar algo fresco con las yemas... pero poco a poco fui olvidando el miedo que me había hecho matar a un pobre insecto.
Aún no he podido definir cómo es que este ser continúa manifestándose. Por qué se obstina en ser descubierto, en aparecer por ciclos no definidos en la luna. Y aunque he recurrido a todas las recetas, vuelve a surgir entre mis brazos, mi pecho, mis ingles; cada vez que regresa, llega con mayor tamaño, mayor fuerza. Hubo un momento en que no cupo más por la hendidura del escusado. Se atravesó en él y la presión no fue lo bastante intensa para arrastrarlo. Llena de guantes y angustia tuve que sacarlo y aguardar a que se secara. Esa noche lo bañé con gasolina, prendí un cerillo y lo incineré. Desde lejos oí retorcerse sus antenas, gruesas, hice un esfuerzo por contemplar su desaparición y controlar mi asco. Luego, la casa volvió al ritmo normal de los fumigantes, aunque para entonces ya intuía que los insecticidas no iban a impedir su regreso.
Nunca hace un intento por atacarme, pareciera que lo único que desea es quedarse conmigo, pero eso es imposible. Hoy en la madrugada acabo de despedazarlo. Me llevó varias horas realizar la tarea. Su piel ya es chiclosa y tantos tentáculos son difíciles de contener. Usé un hacha. Estoy segura de que en pocas semanas voy a olvidarlo todo, que los meses pasarán y una vez más me reiré del suceso que me convierte en un ser cambiante. No importan las tácticas utilizadas para escapar de él, no sirve de nada cambiar de sitio los muebles, ni siquiera mudarme. Sin que yo logre evitarlo mi monstruo regresa dentro de su etapa, cada vez más enorme y duro de aniquilar, con mayor repulsión de mi parte, agotándome las ganas de traspasar su piel, de olvidar y superar el último encuentro. Sé que llegará el día en que mi brazo colgando arrugas, no pueda sostener el cuchillo eléctrico. En que mi corazón no soporte más la acidez del olor de sus entrañas y mis codos tiemblen de contemplar la vista cansada y seca que me dirige siempre antes de ser eliminado. Sé que yo he tenido la culpa de esta situación, que debí intentar ponerme de acuerdo con él, pero creí que era un animal, un simple insecto. Ahora, con esta edad incómoda, puedo entenderlo.

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