Monday, April 28, 2008


Capituti
(Publicado en "Cuéntame que te cuento", Selector, 2002)
Manuel era un niño de tres años con los cachetes más sonrosados que sus parientes hubieran visto en la familia. Tal vez por eso le pusieron una cantidad de apodos como “el Ché”, por aquello de los ca-che-tes; también le pusieron boli, tony, y hasta hipo, por hipopótamo. Manuel, además de aceptar tal cantidad de apodos, se la pasaba chupándose el dedo y cargando su cobija sobre los hombros.
Pero no era un niño que pudiera salir en una historieta común y corriente… ¡No! Él no se chupaba el dedo gordo, como todos los niños de su época lo hacían… se chupaba el dedo índice al revés. Además, le compuso una canción a su cobija el día que su mamá, en un ataque de limpieza, decidió lavarla. Ese día el Ché se quedó junto a la lavadora para cerciorarse de que no le iban a cambiar su cobija.
Mientras esperaba, realizó su primera composición titulada: “Mi cobija”. La letra iba más o menos así: “Mi cobija, mi cobija, quiero mucho a mi cobija”. Como se ve, sus dotes de compositor apenas comenzaban.
Además, Manuel tenía a un amigo que siempre lo acompañaba en los momentos difíciles, ¡su Capituti!
Su Capituti era un gigante más gigante que los papás de Manuel. Tenía unas piernas largas, largas, y sabía sacar a su amigo de cualquier dificultad.
El Ché no le compuso una canción, a él le hizo un retrato con acuarelas. Ahí, aparece con los ojos un poco chuecos, sus greñas güeras y su camiseta verde que nunca se quitaba.
Capituti sólo tenía un defecto: no era muy listo, a cada rato Manuel tenía que explicarle cosas muy elementales: cómo bajar las escaleras sentado, cómo hacer figuras de jabón en su panza o cómo saborear un delicioso sandwich de pollo.
Pero que Capituti no fuera muy listo no afectaba la amistad de esos dos; cada uno sabía cuándo debía estar al lado del otro, y eso era más que suficiente.
Además su Capituti lo hacía reír como a nadie. Manuel se revolcaba de la risa, lloraba y se desternillaba cada vez que le hacía una cara de chango loco, de sapito triste o de pez encantado; le dolía el estómago de tanta risa cuando imitaba al mosquito dragón o a la tortuga voladora. Y la risa de Manuel se extendía por todo el departamento. Una vez abarcó el edificio entero. ¡Qué tiempos aquéllos!
Un buen día Manuel cumplió cuatro años, le trajeron su pastel, sus velitas mágicas, y muchos regalos. Pero ese día tuvo que pasar una prueba tremenda. Su amigo Capituti, su amado Capituti, se despidió de él: le dijo que se iría a la Conchinchina para estar con otro niño de tres años que también se chupaba el dedo índice al revés. Y su Capituti se marchó para siempre. Nunca más volvió.
Todavía hoy, con sus cinco años cumplidos, Manuel busca en las ventanas de su casa por si acaso ve los ojos chuecos y las greñas güeras de su compañero de infancia.
Manuel ya no se chupa el dedo al revés, ni le canta a su cobija, pero todavía se ríe mucho cuando se acuerda de la cara de chivo mareado o la cara de gato sin cola que ponía su Capituti. Se divierte tanto que su risa se expande por los aires, por el departamento, por el edificio y el mutifamiliar entero.
Los ji, ji, ji, juar, juar, abarcan toda la colonia. Su risa brinca por la delegación y es tan contagiosa que las personas en los carros, en la calle y en sus casas comienzan a sonreír, luego emiten un ligero “ji”, hasta que todos estallan en francas carcajadas… “¡juar, juar, juar!”
Y cuando Manuel se siente satisfecho de tanto reír y tantos recuerdos, se aleja de la ventana. Se siente feliz y seguro de que en algún lugar lejano, su Capituti le hace compañía a otro niño. Tal vez ahora mismo le esté haciendo caras de monstruos con pies de trapo, de ardilla enamorada o de sapo encantado.

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