Saturday, February 06, 2016

Ya está mi libro para leerse en línea en Biblioteca Endora bibliotecaendora.com

Thursday, August 23, 2012



En este libro encontramos los sueños de Merari Fierro. Pero no es lo onírico, que tiñe en ocasiones sus páginas de un surrealismo delicioso, es algo más contundente: La descripción de la mujer en toda su extensión; con sus problemas cotidianos, su descarnada infelicidad o las alegrías más pausadas. “La espera” es una novela corta que acompaña a los relatos de este libro dándole título, y la oportunidad para que algunos textos ya publicados con anterioridad se compendien en este volumen; casi todo hasta ahora inédito. De una belleza narrativa poco usual, encontramos cuentos con un lenguaje preciosista y llenos de misterio. Merari Fierro desentraña la psicología y anhelos más profundos de sus protagonistas. Aporta un numeroso elenco de símbolos que no nos quedan distantes: la serpiente, el dragón, el vampiro, la mujer niña… A veces adobados de una erótica sutil, otras de una fantasmagórica irrealidad; y en un momento donde el relato ha vuelto a tomar protagonismo, gracias a internet. Pero la brevedad no tiene que ir exenta de calidad o interés, no se trata de un arte menor, y aquí la autora derrocha calidad y sabiduría, atrapando literalmente nuestra atención a las líneas de este ebook. Merari Fierro conjuga lo hermoso de la poesía y la capacidad creativa de la prosa.
Información
Autor: Merari Fierro
Género: Relatos
Año: 2011
Palabras: 24314 (aproximadamente)
ISBN: 978-84-939625-4-8
Formato: ePub (sin DRM)
Precio: 2.99 € (iva incluido)
http://editorialamarante.es/ebooks/ficha/la-espera

Thursday, November 27, 2008

Merari Fierro

Nací en la Ciudad de México y a los 7 años me mudé a Guaymas Sonora de donde son originarios mis padres y abuelos. Allí conviví con el mar y los libros hasta que regresé a mi tierra natal donde cursé Letras hispánicas en la UNAM. Desde 1993 he trabajado en el medio editorial, fui investigadora de la Dirección General de Publicaciones del CNCA y correctora de estilo en diversas editoriales. Finalmente en 1998 inicié mi propia editorial, Endora la cual publica autores jóvenes con espíritu creativo e independiente; dirijo un Taller de Creación literaria para promover la escritura y un Círculo de lectura, además edita la revista Kahve, el tercer libro por piocha con la intención de conectar el libro con el mundo de afuera, entre otros proyectos. Actualmente estoy terminando la maestría en Política y Gestión Cultural en la UAM.

También soy escritora de cuento, novela corta y crónica. He publicado en Mixcóatl, La Trastienda, Norma, Selector, Harcourt Brace y Mar de Vértigos así como en las revistas Mensajero, Malabar y Replicante, entre otras.







México, D.F., octubre 2008

Tuesday, April 29, 2008


Gitanos en Budapest
(Publicado en Revista Replicante, 2006)


Envuelta en mi abrigo verde, con el gorro y los guantes de lana, cubierta por la nieve, me encuentro de nuevo junto al Puente de las Cadenas, he vuelto a Budapest. Los leones gigantes me regresan la mirada, esa que trae a mi mente los recuerdos del año que viví en estas tierras; era la época en que todos los edificios de la ciudad estaban oscurecidos por el polvo de décadas, cuando el país todavía esperaba entrar a la Comunidad Europea, y cuando la paranoia por el 11 de septiembre aún perseguía a todos los viajantes. Ese invierno fue el más crudo en décadas y la nieve cubrió nuestro jardín en Buda a principios de diciembre; además, el viento helado cambió mis objetivos y en vez de conseguir practicar mi húngaro, terminé recorriendo la ciudad congelada buscando obsesionada a los roman como aquí nombran a los gitanos.
Los gitanos de Budapest son verdes, tienen los ojos aceitunados y el alma oscura. Yo esperaba encontrar los rostros del gitano “latino” que conocemos en México y también el que importa la España flamenca, y me topé con caras afiladas, de un moreno más bien claro, y el mismo aire nostálgico de los magiares; tales gitanos húngaros constituyen la más grande minoría de este país y ocupan el cuarto lugar en Europa, después de Rumania, Bulgaria y España. Para bien o para mal, el 70% de los gitanos húngaros, o romungros como se llaman a sí mismos, ya visten, comen y hablan como no gitanos. Y aunque más de la mitad de la población gitano-húngara vive en la provincia, sobre todo en los pueblos más pequeños y atrasados de Hungría, yo pude encontrarlos en las calles de Pest rondando los alrededores de la estación de trenes Keleti Pummm, ofreciendo paradicsom y paprika (jitomates y chiles) a las afueras de los pequeños supermercados y vendiendo bolsas hindúes fuera del metro Moskva tér.
Debido a que los gadyé (no gitanos) son los únicos que han registrado su historia, hasta la fecha se desconoce con exactitud cuál es su origen y cómo es que llegaron a Europa. La versión más generalizada es que partieron de la India huyendo de varias invasiones musulmanas: la prueba de que alguna vez fueron hindúes son las raíces sánscritas que tiene el romaní (la lengua gitana). Sin embargo, algunos gitanos alegan pertenecer a un grupo mucho más antiguo: se dicen descendientes de Simón, y de una tribu supuestamente perdida de Israel. Las investigaciones continúan pues la prueba lingüística no es tan convincente; como ejemplo, el idioma húngaro se haya relacionado con el finlandés, aunque dichos pueblos alegan pertenecer a orígenes completamente distintos. Lo que sí está registrado es que los gitanos ya recorrían Europa oriental desde el siglo XV, y también que muchos traídos a la zona de los Balcanes como esclavos.
Parece ser que durante la Edad Media, los gitanos recorrieron Europa en grandes grupos, muchos de ellos se alojaron bajo el abrigo de señores feudales. Por esta época surgió la leyenda --en parte promovida por ellos mismos-- de que eran descendientes de nobles egipcios expulsados por los sarracenos: de ahí su nombre “egiptiano” o gitano. Cuando le comenté a mi amiga Timea Déak que en México llamamos a los gitanos “húngaros”, ella abrió los ojos desconcertada, pues en Hungría, además de decirles “roman” sólo se les conoce como cigány (tal nombre viene del latín cingarus, el cual proviene del griego Atsinganos, que a su vez quiere decir “secta de herejes”). Los húngaros presumen de no ser racistas --a pesar de la historia que llevan cargando respecto a los turcos, los rumanos, y los judíos-- pero nunca toman en cuenta su rechazo por los gitanos: más de la mitad de la población no quiere a los cigany. Mi familia no es la excepción: los culpa de invadir cada verano la pequeña casa que tiene en el Balaton, un lago enorme donde el sol se pone con orgullo marino y la luna se refleja tan presuntuosa y bella como las mujeres de este país.
Los gitanos de hoy se enfrentan a la imagen negativa que aquí --y quizá en todo el mundo-- promueven los medios de comunicación: el estereotipo del gitano tramposo y holgazán los sigue persiguiendo aún cuando varios de ellos son hoy en día profesionistas. Parte de su mala fama se debe su propio hermetismo: tendrían que darse a conocer al mundo, informar sobre sus costumbres. Sin embargo, el miedo al “otro” sigue siendo reforzado por ellos mismos; no es casual que al nacer un niño gitano tenga tres nombres: el oficial, el gitano y el nombre personal que es susurrado por la madre en el oído. Así, en las calles de Budapest se dice que son aprovechados, que tienen hijo tras hijo sólo para cobrar la pensión de tres años que otorga el gobierno, y que terminarán por poblar toda Hungría. Y se les carga los males del mundo como es común en el ser humano cuando no entiende la “otredad del otro”. Tal vez yo hubiera ignorado tal actitud en el viejo continente si no fuera porque la viví en carne propia; por encima de mi gorro invernal resbaló la mirada furiosa de una anciana de abrigo café y una pluma de pato en el sombrero negro.
Ningún artículo de los que he leído delatando las injusticias hacia las minorías pudo hacerme entender la magnitud del problema hasta que viví la suerte de los gitanos. Sólo por mi color de piel, por mis ojos tristes y mi acento mal pronunciado en las palabras húngaras, recibí respuestas groseras y una indiferencia insultante: me confundieron con gitana y me trataron como tal. A lo largo de la historia los gitanos han vivido una persecución muy parecida a la de los judíos: eternamente en la “diáspora”, perseguidos con el estigma de haber contribuido en la crucifixión de Cristo, con una forma de vida no completamente asimilada al mundo occidental, y con un “racismo” propio que les impide mezclarse con la población que les da asilo y que termina por rechazarlos luego de absorber su mano de obra, sus cualidades artísticas o administrativas. Y junto a los judíos vivieron la expulsión de España, la asimilación forzada con los Hasburgo (S. XVIII) y el Holocausto, donde la “solución de la cuestión gitana” generó alrededor de 30 mil víctimas. Yo no quise entender lo que sucedía hasta que la tía Márika me previno fuera de tiempo y comencé a hablar en inglés o español. Hasta que me mostré como turista entonces me abrieron las puertas; entonces en el mercado, en la florería, en los non-stop y en la cukrászda o pastelería, los mismos que me habían rechazado me recibieron amigablemente…
A partir de entonces traté de conocer, de encontrarme con los gitanos en la ciudad, intenté hacer contacto con ellos en todos los lugares donde se vende el folklore húngaro; allí donde hay baile, música, y colores vivos en los atuendos. Pero terminé descubriendo que ellos tampoco se permiten relacionarse con los no gitanos o gadyé. Para ellos el “otro” somos nosotros. El mayor temor que viven como grupo es la desaparición del clan, su asimilación total. Intentan protegerse manteniendo sus costumbres e interactúan al exterior sólo comercialmente: continúan dedicándose a la música y a la cartomancia (aunque ellos mismo no crean en ningún tipo de magia), pero también a la compra venta de autos --en sustitución de los caballos de antaño.
Los gitanos húngaros son básicamente un pueblo de artesanos y artistas en general. Y a pesar de la actitud húngara hacia esta etnia, se mantiene (o vende) la confusión de que el folklore húngaro es básicamente gitano; lo único que tiene de gitano son los vendedores de tales artesanías. Parte de esta mala interpretación fue promovida por Franz Liszt quien usó el término de “música gitana” para describir la música folklórica húngara o csárdas. Un día tuve la suerte de visitar Debrecen, a una hora de la capital, y fui invitada a una especie de cantina. Ahí bebimos pálinka, comimos una sopa de frutas helada y cantamos y aplaudimos con una banda de cinco gitanos (en vez de nueve, como dictaba la costumbre años atrás). Traían los violines europeos y el cimbalom oriental. Sus ojos llenos de sombras contrastaban con su sonrisa franca. Tocaron para nosotros “Bésame mucho”, una canción de supuesto origen húngaro. Sí, porque en Hungría se originaron los grandes inventos del mundo, la belleza eslava y el camino gitano hacia Europa occidental.
La fama de los gitanos intenta cambiar gracias a que han empezado a organizarse y a tener representantes en el gobierno que se muestran orgullosamente como gitanos. El país ya les permite formar autogobiernos locales y nacionales --lo cual es único en Europa--; de esta forma intentan mantener sus propias instituciones y sus medios de comunicación, así como cuidar de la enseñanza, su tradición y cultura. Con suerte --o sin ella-- podrán asimilarse y perderse en las nuevas corrientes del Danubio. Tal vez su destino se altere y dejen de ser perseguidos, pero con ellos desaparecerán también sus mitos, su alo de misterio. O tal vez no; quizá simplemente se adapten, una vez más, al nuevo mundo globalizado, y en vez de mantener por siempre prendido el fuego en el hogar, calentará sus casas la luz tintineante de la televisión eternamente encendida.
Con el frío congelando mis mejillas camino frente al Castillo, son las cinco de la tarde y la noche cubre todo el lugar. Junto a la estatua de la Princesita, tres “chavos” banda hablan entre sí. Una de ellas me mira fijamente mientras mastica su chicle. Siento su agresividad. Son los gitanos de la nueva generación: visten de negro, tienen la mirada verde y hablan un idioma distinto, el kalderash (la lengua gitana más universal y que hoy en día es impartida por la Charles University en Praga). No logro sostener el reto y me desvío hacia la izquierda, hacia el restaurante el Corso. Adentro los violines tocan csardas para los turistas, ya no más para la juventud húngara. Y me pierdo entre cristales de nieve hacia la plaza Vörösmarty donde recibirán mis pasos más ojos sombreados, quizá descendientes de aquellos gitanos que fueran traídos como esclavos por Vlado Dracul; o tal vez alcanzaré una sonrisa verde de quien se cree heredero de una tribu de Israel perdida por siempre en el exilio.
"La mujer de la arena, de Kôbô Abe
Siruela (2004)"
(Publicado en Revista Malabar, 2007)


Siempre he creído que, así como dicen que sucede con el “Santo Grial”, una no encuentra a los libros, más bien ellos nos eligen para ser leídos. Y en mi caso esto mismo me sucedió con la novela de Kôbô: La mujer de la arena.
Llegó a mis manos inesperadamente (como cualquier regalo a destiempo) y atrajo mi atención al instante, en parte por la afortunada edición de Siruela, en parte por ser un libro fuera del torbellino de la moda literaria.
La mujer de la arena fue escrita en 1962, y aunque ganó uno de los premios más importantes de aquella época en Japón, y aunque realizaron una famosa película con el mismo nombre-guión-historia, hoy en día no se habla mucho de ella: pues la memoria histórica tiende a perderse, y más la memoria literaria, que es un poco como la arena que cubre a la mujer de esta narración.
La novela relata el viaje que hace un coleccionista de insectos (con una vida fija y controlable) hacia una playa lejana. Allí encuentra todo un pueblo hundido en la arena. La noche se acerca y él no ha descubierto aún el escarabajo que tanto desea. Entonces le ofrecen un lugar donde dormir: la cama de una viuda solitaria en una de tantas casas hundidas en la arena. Y lo que parece al científico una aventura digna de ser escrita, se convierte en una experiencia surrealista: queda atrapado, cual esclavo, en esa casa hundida. Nadie, ni siquiera la mujer, le dan explicación alguna: aparentemente lo han dejado ahí para que ayude a la viuda a limpiar la arena de la casa, para que ésta no se destruya, para poder seguir viviendo. Día a día, él trata de escapar, de gritar, y día a día su transformación va tomando lugar en su cuerpo y su alma.
La manera en que escribe Kôbô Abe es envolvente. Del mismo modo en que la mujer de la arena calla para ayudarle al científico a entender lo que le está sucediendo, de ese mismo modo Kôbô atrapa (sutilmente) entre sus líneas. No se entiende hacia dónde va la historia, pero se presiente; y paso a paso una se va dando cuenta de que lo inevitable está por ocurrir, que una ya lo sabe, pero quiere constatarlo… y lo que es peor, no puede evitarse.
Esta novelas es de ésas que dejan una marca en la ya citada memoria literaria. Es de esas historias que nos acompañarán por mucho tiempo con cierta imagen, con cierta sensación. A mí se me quedó grabada la figura de esa mujer completamente desnuda pero con la cara tapada para no respirar la arena, para que ésta no le maltratara el cuerpo con su humedad, con su vida, y finalmente, para seducir, calladamente, a aquel a quien ansía por compañero.
Advierto, eso sí, que éste no es un libro para tomarse a la ligera; enfrenta a emociones intensas; y si el lector es sobreviviente de cualquier tipo de exilio, este libro le hablará de frente. Por esto, precisamente, afirmo que los libros nos encuentran.

Monday, April 28, 2008


Margarita
(Cuentalia, 1998)
Una de tantas noches en que me quedé a dormir en el último cuarto ocurrió el contacto. Siempre he tenido mi propia habitación, pero desde joven me ha dado por irme a quedar en el último de la casa, el más alejado del caminar de los gatos y el ruido de las cucharas al amanecer. Como siempre, me acosté cuando todos llevaban horas bajo las cobijas; me metí en la cama boca arriba, las sábanas limpias me envolvieron piernas y brazos; el olor del clóset, de la alfombra y las paredes encerradas me adormecieron.
Sé que soñé, aunque ya no recuerdo las imágenes, sé que estaba muy lejos de mí, entregada totalmente. Descansaba. De pronto, mis ojos abiertos, el corazón retumbándome hasta el vientre; los muslos flojos y la sensación de que algo había sucedido en mi ausencia. Los poros atentos, trataron de identificar el sonido que me despertó bruscamente. Todo parecía en calma, las cortinas sostenían su peso, tranquilas. Ni un solo ruido recorría el lugar, ni siquiera los grillos hablaban entre sí. Percibí mi saliva enfriándose en los labios, la sequé molesta, intenté volver al sueño, relajarme, pero la sangre aún me recorría el cuerpo a borbotones intensos. “Estoy sudando”, pensé, porque tuve frío en la espalda. Me pasé la mano por cuello y nuca para calmar las gotas heladas y en vez de líquido encontré lo que me pareció era una lombriz, fría y húmeda, entre la funda y mi piel. De un brinco salté del colchón y corrí a prender la luz. En la almohada, un insecto se retorcía. Era casi transparente y tan largo como mi dedo pequeño. Las antenas se le agitaban histéricas junto con las patas débiles que le rodeaban el cuerpo. No huyó, esperó a que yo tomara un frasco del tocador y se dejó guardar en un recipiente con la tapa perforada para que tuviese aire. Allí esperó la llegada del día siguiente. Cuando el sol cubrió muebles y ventanas creí tener la obligación de colocarlo en el jardín, pero el asco de saberlo en mi piel me indujo a echarlo al excusado. Tuve que hacerlo. Vi cómo se mareaba con las vueltas del agua y cómo junto con ella se sumergía en el hoyo. Durante las noches siguientes me negué a regresar a esa recámara, antes de acostarme revisaba muy bien las sábanas. Me compré una lámpara para prenderla cada vez que me parecía tocar algo fresco con las yemas... pero poco a poco fui olvidando el miedo que me había hecho matar a un pobre insecto.
Aún no he podido definir cómo es que este ser continúa manifestándose. Por qué se obstina en ser descubierto, en aparecer por ciclos no definidos en la luna. Y aunque he recurrido a todas las recetas, vuelve a surgir entre mis brazos, mi pecho, mis ingles; cada vez que regresa, llega con mayor tamaño, mayor fuerza. Hubo un momento en que no cupo más por la hendidura del escusado. Se atravesó en él y la presión no fue lo bastante intensa para arrastrarlo. Llena de guantes y angustia tuve que sacarlo y aguardar a que se secara. Esa noche lo bañé con gasolina, prendí un cerillo y lo incineré. Desde lejos oí retorcerse sus antenas, gruesas, hice un esfuerzo por contemplar su desaparición y controlar mi asco. Luego, la casa volvió al ritmo normal de los fumigantes, aunque para entonces ya intuía que los insecticidas no iban a impedir su regreso.
Nunca hace un intento por atacarme, pareciera que lo único que desea es quedarse conmigo, pero eso es imposible. Hoy en la madrugada acabo de despedazarlo. Me llevó varias horas realizar la tarea. Su piel ya es chiclosa y tantos tentáculos son difíciles de contener. Usé un hacha. Estoy segura de que en pocas semanas voy a olvidarlo todo, que los meses pasarán y una vez más me reiré del suceso que me convierte en un ser cambiante. No importan las tácticas utilizadas para escapar de él, no sirve de nada cambiar de sitio los muebles, ni siquiera mudarme. Sin que yo logre evitarlo mi monstruo regresa dentro de su etapa, cada vez más enorme y duro de aniquilar, con mayor repulsión de mi parte, agotándome las ganas de traspasar su piel, de olvidar y superar el último encuentro. Sé que llegará el día en que mi brazo colgando arrugas, no pueda sostener el cuchillo eléctrico. En que mi corazón no soporte más la acidez del olor de sus entrañas y mis codos tiemblen de contemplar la vista cansada y seca que me dirige siempre antes de ser eliminado. Sé que yo he tenido la culpa de esta situación, que debí intentar ponerme de acuerdo con él, pero creí que era un animal, un simple insecto. Ahora, con esta edad incómoda, puedo entenderlo.

Capituti
(Publicado en "Cuéntame que te cuento", Selector, 2002)
Manuel era un niño de tres años con los cachetes más sonrosados que sus parientes hubieran visto en la familia. Tal vez por eso le pusieron una cantidad de apodos como “el Ché”, por aquello de los ca-che-tes; también le pusieron boli, tony, y hasta hipo, por hipopótamo. Manuel, además de aceptar tal cantidad de apodos, se la pasaba chupándose el dedo y cargando su cobija sobre los hombros.
Pero no era un niño que pudiera salir en una historieta común y corriente… ¡No! Él no se chupaba el dedo gordo, como todos los niños de su época lo hacían… se chupaba el dedo índice al revés. Además, le compuso una canción a su cobija el día que su mamá, en un ataque de limpieza, decidió lavarla. Ese día el Ché se quedó junto a la lavadora para cerciorarse de que no le iban a cambiar su cobija.
Mientras esperaba, realizó su primera composición titulada: “Mi cobija”. La letra iba más o menos así: “Mi cobija, mi cobija, quiero mucho a mi cobija”. Como se ve, sus dotes de compositor apenas comenzaban.
Además, Manuel tenía a un amigo que siempre lo acompañaba en los momentos difíciles, ¡su Capituti!
Su Capituti era un gigante más gigante que los papás de Manuel. Tenía unas piernas largas, largas, y sabía sacar a su amigo de cualquier dificultad.
El Ché no le compuso una canción, a él le hizo un retrato con acuarelas. Ahí, aparece con los ojos un poco chuecos, sus greñas güeras y su camiseta verde que nunca se quitaba.
Capituti sólo tenía un defecto: no era muy listo, a cada rato Manuel tenía que explicarle cosas muy elementales: cómo bajar las escaleras sentado, cómo hacer figuras de jabón en su panza o cómo saborear un delicioso sandwich de pollo.
Pero que Capituti no fuera muy listo no afectaba la amistad de esos dos; cada uno sabía cuándo debía estar al lado del otro, y eso era más que suficiente.
Además su Capituti lo hacía reír como a nadie. Manuel se revolcaba de la risa, lloraba y se desternillaba cada vez que le hacía una cara de chango loco, de sapito triste o de pez encantado; le dolía el estómago de tanta risa cuando imitaba al mosquito dragón o a la tortuga voladora. Y la risa de Manuel se extendía por todo el departamento. Una vez abarcó el edificio entero. ¡Qué tiempos aquéllos!
Un buen día Manuel cumplió cuatro años, le trajeron su pastel, sus velitas mágicas, y muchos regalos. Pero ese día tuvo que pasar una prueba tremenda. Su amigo Capituti, su amado Capituti, se despidió de él: le dijo que se iría a la Conchinchina para estar con otro niño de tres años que también se chupaba el dedo índice al revés. Y su Capituti se marchó para siempre. Nunca más volvió.
Todavía hoy, con sus cinco años cumplidos, Manuel busca en las ventanas de su casa por si acaso ve los ojos chuecos y las greñas güeras de su compañero de infancia.
Manuel ya no se chupa el dedo al revés, ni le canta a su cobija, pero todavía se ríe mucho cuando se acuerda de la cara de chivo mareado o la cara de gato sin cola que ponía su Capituti. Se divierte tanto que su risa se expande por los aires, por el departamento, por el edificio y el mutifamiliar entero.
Los ji, ji, ji, juar, juar, abarcan toda la colonia. Su risa brinca por la delegación y es tan contagiosa que las personas en los carros, en la calle y en sus casas comienzan a sonreír, luego emiten un ligero “ji”, hasta que todos estallan en francas carcajadas… “¡juar, juar, juar!”
Y cuando Manuel se siente satisfecho de tanto reír y tantos recuerdos, se aleja de la ventana. Se siente feliz y seguro de que en algún lugar lejano, su Capituti le hace compañía a otro niño. Tal vez ahora mismo le esté haciendo caras de monstruos con pies de trapo, de ardilla enamorada o de sapo encantado.
Bosquejo de algunos capítulos para la novela La espera
(Puesta en escena en Sogem, marzo 2000)

I• Hace una hora Jonás debía haber llegado, debería estar muerto de ganas por tenerme acostada junto a él, pero sé muy bien que aún no es tiempo, que seguramente me hablará de un momento a otro para decirme que está bien, que quiere saber cómo me la pasé hoy. Pero el caso es que todavía no lo hace y yo pienso que seguro se quedó en casa de algún amigo a planear el próximo viaje… como si todo eso fuera más importante que yo.
Imagino a Jonás en el fondo del mar, rodeado de algas marinas, escribiendo su reporte, el cabello flotando, su cuerpo sin peso y un pecesito acercándose a probar la mano de mi amado. Él lo mira y entre burbujas sonríe.
Cerca, los compañeros, sus amigos del alma, examinan un barco del siglo XVII; sólo quedan los restos, pero Jonás y los demás reviven las ruinas; saben de la importancia del descubrimiento: la historia cubrirá los huecos, ellos pasarán a la posteridad.
Y mientras Jonás pronostica la gloria y el triunfo, el pez indiscreto se lanza a llamar a sus propios amigos; de pronto, Jonás se encuentra rodeado de miles de peces brillantes. Uno a uno cumple el rito de acercarse a probar su mano, a saborear su cuello, sus pies y sus muslos. Jonás debería gritar para pedir ayuda, pero ¿cómo hacerlo? Está solo, lo dejan solo… tal como estoy yo aquí en la cama… quien lo busque sólo verá una nube de oro flotando en medio del océano. Y cuando queden saciados los peces, se dispersará la nube y mi amado girará en el agua salada como vil esqueleto…
Muy bien, Lena, sigue con tus ideas a ver cómo te pones si se te vuelven realidad. No, aguardo, aquí espero, debe llegar en cualquier momento. Mejor lavo las copas; cuidaré de no romperlas, éstas me gustan especialmente. ¿Y si le mando un mensaje? Si fuéramos novios ya me habría buscado, me hubiera invitado a tomar vino, como lo hacía Santiago, mi gran amigo, mi antiguo, antiquísimo amor. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Se acordará todavía de mí? Aún sé dónde vive, pero ni para qué buscarlo…
La música ya no es suficiente, nada es suficiente. Si tan sólo supiera que Jonás piensa en mí…

II• Al cruzar la primer reja, que, como todas las rejas de la casa, está cubierta de enredaderas llenas de flores, te recibe una Ceres vestida y las estatuas de las cinco mascotas de Lena que escaparon el día que conoció a Jonás. El jardín tiene varios senderos que van a dar a distintas áreas de la casa, pero unas huellas de gato pintadas en el mosaico te conducen a la entrada principal; allí, la puerta de madera gruesa permanece casi siempre abierta. La sala no es muy acogedora, de no ser por el tapete a grecas y por el ventanal que da al mar.
La casa yace sobre una colina rocosa. Puede verse el horizonte y algunos barcos, pero no la playa. Lena pasa la mayor parte del tiempo en su cuarto de la torre oeste con la cama en el centro, bajo un ventilador de techo. Desde allí se escucha el mar, incluso se alcanza a ver el precipicio hacia la playa y por la noche las luces que marcan los límites del puerto; además, puede vigilar la torre del sur, con el cuarto de vitrales en vez de ventanas, que siempre tiene las lámparas encendidas.

Yo jugaba con Gustavo a ser simios de la selva; nos subíamos a la parte superior del clóset para colgarnos del listón de la cortina más amplia y después lanzarnos al vacío, al colchón de mi casa colocado estratégicamente. Volábamos. Yo sentía que el salto era tan alto que podía girar y danzar en el aire, y hasta caer con los dos pies como una gran gimnasta, o gran simia. Ese día teníamos un escándalo, y de pronto, el silencio de la casa nos hizo callar.
Nos abrumó tanto que nos paralizamos, no llegamos a escondernos en el armario, como siempre hacíamos cuando estaban los gritos y el llanto por los corredores. Esta vez avanzamos en el silencio. En la sala había cuatro maletas y el abrigo de nuestro padre y nadie más. Nos habían dejado solos, a mí y a Gustavo.
Aquel día en que Gustavo y yo nos quedamos solos, la casa se volvió inmensa, y el ruido se hizo presente. Retumbaban las gotas por las paredes, la madera crujiendo, las gotas del lavabo, el roce de las cortinas con la brisa. Busqué la mano de mi hermano para que me abrazara, para que me dijera que todo iba a estar bien, y no pude verla. Gustavo se volvió invisible, sólo sentí un último beso y después desapareció para siempre. Yo sabía que iba a hacerlo; ya me lo había explicado, pero nunca creí que fuera a ser tan pronto.
Ese día me quedé sola, por primera vez, en mi casa. Nunca voy a olvidar cuando, luego de unas horas que bastaron para congelar mi cuerpo, aparecieron mis padres tambaleándose: Rebeca se quedó en la puerta, con el cuerpo caído, el maquilla corrido, toda ella casi muerta. Antonio avanzó hacia mí y acarició mi cabeza, como si yo fuera perro. Luego, tomó las maletas y se fue.

III• Los primeros días del noviazgo de Lena y Jonás constituyeron uno de los mejores recuerdos de su vida juntos. Lena lo esperaba en la plaza del puerto, rodeada de árboles y las gárgolas del kiosko que iluminaban la iglesia y las casas más viejas del pueblo. Siempre había un anciano observando sus movimientos, sonriendo cuando Lena se levantaba arreglándose el vestido y gritando “oh, amado mío”, el cabello rizado y largo ondulando junto con su falda también larga. Y Jonás bajaba de su carroza, una más práctica que la que tiene ahora. Y con los brazos abiertos la esperaba también sonriente, aunque sonrojado. Comían mucho, pizza, helado, pato, cacahuates, vino, fruta fresca, pescado.
Jonás le repetía una y otra vez lo bonita que era, cuánto le encantaban sus piernas, cómo se fascinaba de verla bailar. Y ambos se presumían con los amigos, se sentían orgullosos de tenerse el uno al otro. Tres meses después, luego de la glotonería, el ego alzado y los cuerpos llenos de caricias, Lena invitó a Jonás a conocer su casa.

Lena y Jonás, en su noviazgo se amaron como locos. Y las puertas de la casa se abrieron a la pareja que insistía en correr desnuda por los pasillos, comer en la cama de los huéspedes y hasta dibujar sobre el cuadro del tío Ramón. Varias paredes quedaron pintadas de flores y mariposas, y varias alfombras se echaron a perder con la cera de los candelabros.
Luego, abrazados viendo el mar de noche, Jonás le dio su anillo a Lena. Ella se negó a casarse mas que con un rito personal, que fuera de ellos dos. Llamaron a los amigos y en el jardín, en la misma parte alta donde Rebeca y Antonio se conocieron, Lena deseó hacer feliz a Jonás y Jonás a ella. Enterraron semillas de un manzano, el árbol que más tarde acompañará al encino; se cubrieron de flores y se besaron y besaron a los amigos. Al tiempo, cuando la vida del día a día se acomodó entre los dos, Lena supo que estaba embarazada.

IV• Cuando Lena tenía seis años, sus padres la desnudaron para que posara ante los colegas del matrimonio. Todos trazaron las líneas de su cuerpo con diversas tintas y colores. Cada uno registró un ángulo de Lena-niña. Quedaron impresos sus huesos y sus venas, toda su piel, sus cicatrices y sus vellos. Su padre, antes de sentarla en el centro de la tarima, le colocó una gargantilla negra. Lena, semidesnuda gracias al adorno, aparece en la mayoría de los cuadros con la mirada ausente, las piernas tensas. Los ojos de viejos pintores se entretuvieron en los hombros de Lena. Las manos de ancianas artesanas moldearon los dedos pequeños, los muslos cerrados, la boca dura.
Mientras Lena posaba, desde lejos, Antonio, fumó su puro; sonrió durante las cuatro horas que duró la sesión. Mientras Rebeca limpiaba y recogía pinceles y cenizas y copas de vino, Antonio, tranquilo, observaba. Su princesa estaba a salvo, la gargantilla de terciopelo negro no vestía a Lena, no la protegía de los dedos temblorosos, ni de la respiración entrecortada de los visitantes. No cubría el cuerpo desnudo de su hija, pero sí el lunar heredado por él; la marca que mató a Gustavo, la misma que ignoraron los médicos gracias a que Lena nació en la casa.. Esa marca corrió el riesgo de ser eliminada si los viejos de ojos rojos y dentaduras postizas lo registraban en sus obras. Antonio sonreía tras el humo de su puro: Lena no sería exorcisada, aunque así lo quisiera Rebeca. El registro de su cuerpo quedó sólo como un reflejo, y para cuando Rebeca lo comprendió fue ya demasiado tarde, Lena aparecía de cuerpo entero, desnuda y pura, en el reflejo, y semivestida y maldita en la realidad.

V • Luego de la aparición del oso blanco, la casa quedó maldita. Hubo quienes hicieron pintas de ángeles plateados; el sacerdote, incluso, quiso bendecirla. Rebeca decía que sí a todo, pero Antonio siempre estuvo allí para impedir el paso a los extranjeros. Y así, nuevamente, el vientre de Rebeca creció.
Pero esta vez vinieron el vómito, el dolor de espalda y el sueño profundo. Engordó veinte kilos y su cara estaba irreconocible incluso para sus propias manos hinchadas. Llegó la resequedad de la panza, el apretujamiento del pecho, los gases, las manchas en el rostro y la caída del cabello. Rebeca se cansó tanto que hubo veces en que deseó no haber concebido este otro hijo. Y el eclipse llegó y junto con él, Lena. Una niña que no podría tener la mayoría de los juguetes usados por generaciones en la familia de su padre. Una niña marcada por su sangre y salvada gracias al aislamiento que, pareciera, iba a vivir toda su vida.
El trabajo de parto comenzó y Rebeca se fue a la cama: Antonio traería al mundo a su vástago. Pero el acontecimiento se complicó, la niña no podía salir, y con un cuchillo de oro, el padre abrió a la madre. Ésta no sintió dolor gracias a Antonio. Veía estrellas y flores, y un campo de trigo inundado, junto con escaleras de piedra bañadas en agua tibia, ventanas chorreando agua, una ciudad inundada. Antonio sacó a la niña, la limpió y se la dio a la madre, pero la sangre no dejaba de brotar, igual que el agua que ella viera cubriendo poco a poco las banquetas. Y tuvo que hacerlo, y por primera vez en su larga vida, Antonio lloró. No tendría más hijos en esta mujer ni en esta época, Rebeca quedaría con vida pero sin fertilidad. No la mató y no quiso preguntarse el porqué no lo hizo. La salvó y curó. Lo que es más, dio todos los abrazos y caricias que pudo. La cuidó tanto que en dos semanas ya Rebeca alimentaba a su hija y sonreía ante tal maravilla.

VI • Lena lleva ya varios días durmiendo en pleno. Gracias a Santiago, porque ya lo retiró de su vida y también porque le dio motivos para cubrir los huecos, sueños en donde descansar.
Esta noche, Lena teje el remate para la colcha que comenzó hace más de un año. Suspira a cada vuelta del gancho, porque al fin cierra un círculo y también porque la nostalgia le llena el pecho de un dolor que le sabe a rico.
Con el ganchillo avanza abarcando por los puntos rojos, azules, anaranjados y verdes. La colcha multicolor cubre sus piernas y se extiende por el suelo. Enfrente de ella, un espejo de cuerpo entero la observa.
Un bulto comienza a formarse bajo la colcha, Lena sigue suspirando.
El bulto se levanta sin prisa, hasta que le jala el tejido. Entonces, Lena avienta estambre, colcha, tijeras y mecedora. Brinca hasta el otro lado del cuarto. El fantasma-colcha de colores, avanza hacia ella arrastrando una aguja y deshaciendo los puntos.
Lena, ojos abiertos, se tienta el corazón antes de piedra, ahora de rugido de tierra, de temblor absoluto que se le extiende hasta la punta de los pies. La colcha crece y avanza hacia ella hasta quedar frente a frente. La noche calla y del fondo del tejido una voz ronca y cascada susurra: ¨“princesita”.
Lena vuelve a brincar y en su brinco ataca a la colcha que cae deshecha en el piso. Ella revisa, no hay nada en el suelo, no hay nadie. Su aliento arde. Siente el cuerpo pesado y un aleteo de brazos la obliga a verse en el espejo. Lena abre la boca más grande que jamás ha tenido. En el espejo, Lena, ojos desorbitados, se mira a sí misma convertida en el monstruo de su infancia y pesadillas actuales. Grita y un grito furioso envuelto en llamas la cubre. Su boca agrietada pregunta por qué, sus dientes amarillos y largos y su lengua verde no le contesta. Lena se acerca más y más al espejo, y en un desmayo besa su propia imagen. Lena, la misma de siempre, cae al suelo envuelta en llanto.

VII • Jonás avanza en su barco con todo el equipo que le ayudará a realizar el último sondeo. Los mapas y los cálculos están terminados. Los aparatos ya señalaron la zona. Ahora sólo queda bucear hacia el fondo, atravesar la capa de lama, aguantar en la consistencia opresora y bajar hasta llegar a las calles intactas, cree él, de la ciudad hundida.
Trae una carta, el mensaje de Rebeca que es su acta de libertad. Buscará a Antonio y cada vez que Jonás, cabello al aire y la mirada brillante, lo afirma, todos sus compañeros y subalternos se ríen. Todos creen que la misión es sólo un simulacro. Es imposible que el lugar esté intacto, más aún, que haya sobrevivientes, gente viviendo debajo del mar. Ningún humano ha sido capaz de lograrlo. Y Jonás sonríe mientras sube el cierre de su traje. Irán cinco, tres mujeres y dos hombres, entre ellos, Jonás. El mar tranquilo y claro los recibe sin problemas. En el punto convenido, cada quien toma notas.
Jonás apunta, delimita el mapa. A lo lejos se ve la torre del campanario de la iglesia. Va a avisarles que es hora de avanzar.
El corazón late descontrolado. Hoy es el gran día, desea dar la señal, pero su mano no responde. La respiración se acelera. De pronto, una corriente fría lo estremece. Lo arrastra sin que él pueda hacer nada por impedirlo.Y allá va Jonás flotando entre burbujas que lo marean cada vez más. La torre se acerca, los peces le abren paso.
La corriente atraviesa el fango y tras ella, se lanza Jonás. Los compañeros lo buscan por todos lados. Ha desaparecido. Uno a uno salen a la superficie. Esperarán unos minutos, después, sólo quedará llamar a la policía, avisar a los familiares, llorar.

VIII • En una noche de eclipse, Lena se sueña desnuda, con sus senos expuestos junto con sus caderas y parte de su pubis, posa ante la mirada de varios adolescentes. Tienen los labios húmedos y las mejillas sonrosadas. Sus manos pintan, graban, moldean el cuerpo de Lena. Al fondo, lejos, canta Rebeca. Lena tiene los hombros levantados y las manos tensas. Niños y niñas la rodean. Algunos sonríen. Están contentos. Las manos de Gustavo se posan en su cuello y lo tranquilizan. “No pasa nada”
Y Lena se relaja. La sangre fluye sin compromisos y su cuerpo brilla, su cuerpo joven y maduro, de toda una mujer. Sus pezones se extienden, su cabello brilla. La sesión pasa sin prisa ni cansancio. Al terminar, los niños se levantan, Gustavo la tapa con una gasa transparente y cada artista se acerca para darle un beso en la mejilla, en la boca, en el antebrazo o en sus senos. Lena no se asusta. Cada beso le inyecta una sensación de bienestar y dulzura, de un placer amoroso. Al final, suspira agradecida y regresa al estudio. Gustavo, ojos en llamas, la vuelve a recibir: “No olvides a nuestro padre: aún tienes su lunar.”
Lorena, la de ojos extraviados
(Primer lugar Concurso Revista Mensajero, 1993)
Bajo mi sombra de las seis de la tarde, Lorena cierra los ojos; lleva horas aguardando, tiene el cabello húmedo de tanto esperar. Supe que Roberto no cumpliría con la cita desde el momento en que ella estacionó el coche junto a la carretera; cuando se quitó los huaraches y preparó los hombros para la embestida del aire marino. Recorre parte del litoral con los pies rozando la orilla del mar, camina hasta encontrarse con un estero, casi muerto de tan callado; luego de contemplarlo hace el intento de regresar al carro, tomar el volante y marcharse, pero una sensación de profundo cansancio envuelve la costa al iniciar mi trayectoria hacia la noche. La joven sólo alcanza a llegar al lugar que su prometido fijó, a unos metros de la carretera y la playa. Frente a ésta se recuesta sin reparar en el camino andado, en donde los cangrejos rompieron ya las marcas de sus pasos.
Sostenida por los codos quiere olvidar el coraje que durante semanas enteras se le ha instalado en el vientre a causa de la desconsideración de su prometido. Quizá por eso me da a guardar sus ojos y acepta el llegar pausado de un hondo reposo; sus pestañas se duermen mientras estira el talle sobre la arena; no le importa que ésta se mezcle con su trenza. A lo lejos, arañando el horizonte, una silueta humana va aproximándose a la ribera; poco a poco, a brazadas rítmicas, se va acercando; parece dirigirse en línea recta a la muchacha que, suspira tranquila. Le doy ánimos a aquella figura para que siga avanzando, pero también mando al viento a que levante la arena en capas de rocas diminutas. Mi intención es provocar el vuelo de su falda, alfilerear los muslos y así prevenirla, pero Lorena ni siquiera se mueve: sólo desea descansar. Somos yo y mis rayos los únicos testigos, y ella sola en este lugar al que su amante nunca llegará.
Dormita sobre la bahía, extrañando a Roberto, el que le prometió meses de carcajadas para conquistarla y nunca pudo cumplirle por la fecha, por el propio sueño. Había pedido otra oportunidad, juró cumplir con la cita pasara lo que pasara, rogó ser esperado. Y ella accedió aun cuando su madre le advirtiera mil veces que no debía confiar en su palabra...
El ser que apareció tiene ya los pies sobre piedras y conchas, y sigue adelante.
...Menos aún pensar en casarse, pues es de los que nunca logran hacer algo, sobre todo tratándose de un pescador, que esos se la pasan meses en alta mar para regresar exhaustos, con muy poco dinero y muchas ganas de acostarse con su mujer para luego de gastarse lo traído, buscar un trabajo temporal; con lo que se quedaría nuevamente sin pareja y sin dinero aun estando en la misma cama...
El visitante tiene una ruta marcada: su senda termina precisamente donde la novia dormita.
...Hasta que finalmente los barcos vuelvan a zarpar y junto con éstos iría su hombre, y que lo único que terminaría buscando es un amante que la consolara durante las muchas ausencias del marido...
Mi luz casi naranja, analiza la constitución del recién llegado: su piel brilla, quizá por la sal y el sudor o tan sólo de examinar el cuerpo largo de Lorena sobre la playa.
... “Conmigo no será así” responde siempre. Y ella misma, con el viento sobándole los oídos trata de convencerse de la respuesta. “No, no será así”, repite; al expresarlo le molesta la agitación de su vestido y al bajar un brazo para acomodarlo se topa con las piernas empapadas del hombre que salió del mar.
Él se inclina para presentarse y Lorena corresponde al saludo con los ojos sellados por mí. Deja que él le roce sus mejillas para después, creyendo reconocerlo, lanzarle una sonrisa. “Viniste”, dice, pero no obtiene respuesta; feliz Lorena besa la muñeca húmeda y ofrece un gesto de satisfacción ciega.
Sin pronunciar palabra él comienza a tocarla. Rasguña nuca y orejas y patina el contorno de su espalda. Ella lo piensa, cree que su futuro esposo finalmente ha entendido cómo debe amarla, palpa la cabeza calva y la percibe rizada, analiza con los dedos el rostro y lo imagina terso, tibio, amable. Tantea el cuello y el pecho y cree, con todo su deseo, que ése es Roberto. Yo comienzo el descenso hacia los cerros: hay sombras que Lorena pudiera ya ver, pero se niega a recordar la existencia de sus ojos. Sólo acepta el temblor de los vellos y la ternura ininterrumpida de las yemas de su amado; de él que se acomoda a la cara de Lorena, que besa sus labios, los muerde, los absorbe; a quien ella nombra. En respuesta, le quita la ropa y comienza a poseerla.
Un poco después, cuando los insectos salen de su escondite y yo estoy a punto de ocultarme, ella intenta agarrarle la cintura para poderse incorporar y entonces nota la bola hinchada del abdomen de su amante. Sorprendida se recuesta de nuevo; un silencio de naufragio la domina. Él, estático, se clava en los párpados cerrados de Lorena: observa el contoneo curvo de las cejas de su nueva mujer quien, dudosa, alza la mano e intenta reencontrar las facciones de Roberto en esa cara. Las pupilas inútiles se agitan cada vez más, se mueven de un lado a otro justo cuando percibe la piel húmeda y fría. Alrededor de ambos, del extraño y la joven paralizada en la arena, danzan los insectos. De mí sólo quedan unos cuantos tonos morados. Antes de mi desaparición descubro sus ojos para que analicen completamente al visitante. Después, inevitablemente cambio de paisaje; desde lejos alcanzo a oír un gemido hondo. Supongo que ha sido cuando ella ve la piel separada de los huesos, inflamada y pálida, las uñas cubiertas de fango y la mirada honda de quien ha estado mucho tiempo en la sal.

Monday, January 02, 2006

Portadas para Armida




Tuesday, November 15, 2005