Tuesday, April 29, 2008


Gitanos en Budapest
(Publicado en Revista Replicante, 2006)


Envuelta en mi abrigo verde, con el gorro y los guantes de lana, cubierta por la nieve, me encuentro de nuevo junto al Puente de las Cadenas, he vuelto a Budapest. Los leones gigantes me regresan la mirada, esa que trae a mi mente los recuerdos del año que viví en estas tierras; era la época en que todos los edificios de la ciudad estaban oscurecidos por el polvo de décadas, cuando el país todavía esperaba entrar a la Comunidad Europea, y cuando la paranoia por el 11 de septiembre aún perseguía a todos los viajantes. Ese invierno fue el más crudo en décadas y la nieve cubrió nuestro jardín en Buda a principios de diciembre; además, el viento helado cambió mis objetivos y en vez de conseguir practicar mi húngaro, terminé recorriendo la ciudad congelada buscando obsesionada a los roman como aquí nombran a los gitanos.
Los gitanos de Budapest son verdes, tienen los ojos aceitunados y el alma oscura. Yo esperaba encontrar los rostros del gitano “latino” que conocemos en México y también el que importa la España flamenca, y me topé con caras afiladas, de un moreno más bien claro, y el mismo aire nostálgico de los magiares; tales gitanos húngaros constituyen la más grande minoría de este país y ocupan el cuarto lugar en Europa, después de Rumania, Bulgaria y España. Para bien o para mal, el 70% de los gitanos húngaros, o romungros como se llaman a sí mismos, ya visten, comen y hablan como no gitanos. Y aunque más de la mitad de la población gitano-húngara vive en la provincia, sobre todo en los pueblos más pequeños y atrasados de Hungría, yo pude encontrarlos en las calles de Pest rondando los alrededores de la estación de trenes Keleti Pummm, ofreciendo paradicsom y paprika (jitomates y chiles) a las afueras de los pequeños supermercados y vendiendo bolsas hindúes fuera del metro Moskva tér.
Debido a que los gadyé (no gitanos) son los únicos que han registrado su historia, hasta la fecha se desconoce con exactitud cuál es su origen y cómo es que llegaron a Europa. La versión más generalizada es que partieron de la India huyendo de varias invasiones musulmanas: la prueba de que alguna vez fueron hindúes son las raíces sánscritas que tiene el romaní (la lengua gitana). Sin embargo, algunos gitanos alegan pertenecer a un grupo mucho más antiguo: se dicen descendientes de Simón, y de una tribu supuestamente perdida de Israel. Las investigaciones continúan pues la prueba lingüística no es tan convincente; como ejemplo, el idioma húngaro se haya relacionado con el finlandés, aunque dichos pueblos alegan pertenecer a orígenes completamente distintos. Lo que sí está registrado es que los gitanos ya recorrían Europa oriental desde el siglo XV, y también que muchos traídos a la zona de los Balcanes como esclavos.
Parece ser que durante la Edad Media, los gitanos recorrieron Europa en grandes grupos, muchos de ellos se alojaron bajo el abrigo de señores feudales. Por esta época surgió la leyenda --en parte promovida por ellos mismos-- de que eran descendientes de nobles egipcios expulsados por los sarracenos: de ahí su nombre “egiptiano” o gitano. Cuando le comenté a mi amiga Timea Déak que en México llamamos a los gitanos “húngaros”, ella abrió los ojos desconcertada, pues en Hungría, además de decirles “roman” sólo se les conoce como cigány (tal nombre viene del latín cingarus, el cual proviene del griego Atsinganos, que a su vez quiere decir “secta de herejes”). Los húngaros presumen de no ser racistas --a pesar de la historia que llevan cargando respecto a los turcos, los rumanos, y los judíos-- pero nunca toman en cuenta su rechazo por los gitanos: más de la mitad de la población no quiere a los cigany. Mi familia no es la excepción: los culpa de invadir cada verano la pequeña casa que tiene en el Balaton, un lago enorme donde el sol se pone con orgullo marino y la luna se refleja tan presuntuosa y bella como las mujeres de este país.
Los gitanos de hoy se enfrentan a la imagen negativa que aquí --y quizá en todo el mundo-- promueven los medios de comunicación: el estereotipo del gitano tramposo y holgazán los sigue persiguiendo aún cuando varios de ellos son hoy en día profesionistas. Parte de su mala fama se debe su propio hermetismo: tendrían que darse a conocer al mundo, informar sobre sus costumbres. Sin embargo, el miedo al “otro” sigue siendo reforzado por ellos mismos; no es casual que al nacer un niño gitano tenga tres nombres: el oficial, el gitano y el nombre personal que es susurrado por la madre en el oído. Así, en las calles de Budapest se dice que son aprovechados, que tienen hijo tras hijo sólo para cobrar la pensión de tres años que otorga el gobierno, y que terminarán por poblar toda Hungría. Y se les carga los males del mundo como es común en el ser humano cuando no entiende la “otredad del otro”. Tal vez yo hubiera ignorado tal actitud en el viejo continente si no fuera porque la viví en carne propia; por encima de mi gorro invernal resbaló la mirada furiosa de una anciana de abrigo café y una pluma de pato en el sombrero negro.
Ningún artículo de los que he leído delatando las injusticias hacia las minorías pudo hacerme entender la magnitud del problema hasta que viví la suerte de los gitanos. Sólo por mi color de piel, por mis ojos tristes y mi acento mal pronunciado en las palabras húngaras, recibí respuestas groseras y una indiferencia insultante: me confundieron con gitana y me trataron como tal. A lo largo de la historia los gitanos han vivido una persecución muy parecida a la de los judíos: eternamente en la “diáspora”, perseguidos con el estigma de haber contribuido en la crucifixión de Cristo, con una forma de vida no completamente asimilada al mundo occidental, y con un “racismo” propio que les impide mezclarse con la población que les da asilo y que termina por rechazarlos luego de absorber su mano de obra, sus cualidades artísticas o administrativas. Y junto a los judíos vivieron la expulsión de España, la asimilación forzada con los Hasburgo (S. XVIII) y el Holocausto, donde la “solución de la cuestión gitana” generó alrededor de 30 mil víctimas. Yo no quise entender lo que sucedía hasta que la tía Márika me previno fuera de tiempo y comencé a hablar en inglés o español. Hasta que me mostré como turista entonces me abrieron las puertas; entonces en el mercado, en la florería, en los non-stop y en la cukrászda o pastelería, los mismos que me habían rechazado me recibieron amigablemente…
A partir de entonces traté de conocer, de encontrarme con los gitanos en la ciudad, intenté hacer contacto con ellos en todos los lugares donde se vende el folklore húngaro; allí donde hay baile, música, y colores vivos en los atuendos. Pero terminé descubriendo que ellos tampoco se permiten relacionarse con los no gitanos o gadyé. Para ellos el “otro” somos nosotros. El mayor temor que viven como grupo es la desaparición del clan, su asimilación total. Intentan protegerse manteniendo sus costumbres e interactúan al exterior sólo comercialmente: continúan dedicándose a la música y a la cartomancia (aunque ellos mismo no crean en ningún tipo de magia), pero también a la compra venta de autos --en sustitución de los caballos de antaño.
Los gitanos húngaros son básicamente un pueblo de artesanos y artistas en general. Y a pesar de la actitud húngara hacia esta etnia, se mantiene (o vende) la confusión de que el folklore húngaro es básicamente gitano; lo único que tiene de gitano son los vendedores de tales artesanías. Parte de esta mala interpretación fue promovida por Franz Liszt quien usó el término de “música gitana” para describir la música folklórica húngara o csárdas. Un día tuve la suerte de visitar Debrecen, a una hora de la capital, y fui invitada a una especie de cantina. Ahí bebimos pálinka, comimos una sopa de frutas helada y cantamos y aplaudimos con una banda de cinco gitanos (en vez de nueve, como dictaba la costumbre años atrás). Traían los violines europeos y el cimbalom oriental. Sus ojos llenos de sombras contrastaban con su sonrisa franca. Tocaron para nosotros “Bésame mucho”, una canción de supuesto origen húngaro. Sí, porque en Hungría se originaron los grandes inventos del mundo, la belleza eslava y el camino gitano hacia Europa occidental.
La fama de los gitanos intenta cambiar gracias a que han empezado a organizarse y a tener representantes en el gobierno que se muestran orgullosamente como gitanos. El país ya les permite formar autogobiernos locales y nacionales --lo cual es único en Europa--; de esta forma intentan mantener sus propias instituciones y sus medios de comunicación, así como cuidar de la enseñanza, su tradición y cultura. Con suerte --o sin ella-- podrán asimilarse y perderse en las nuevas corrientes del Danubio. Tal vez su destino se altere y dejen de ser perseguidos, pero con ellos desaparecerán también sus mitos, su alo de misterio. O tal vez no; quizá simplemente se adapten, una vez más, al nuevo mundo globalizado, y en vez de mantener por siempre prendido el fuego en el hogar, calentará sus casas la luz tintineante de la televisión eternamente encendida.
Con el frío congelando mis mejillas camino frente al Castillo, son las cinco de la tarde y la noche cubre todo el lugar. Junto a la estatua de la Princesita, tres “chavos” banda hablan entre sí. Una de ellas me mira fijamente mientras mastica su chicle. Siento su agresividad. Son los gitanos de la nueva generación: visten de negro, tienen la mirada verde y hablan un idioma distinto, el kalderash (la lengua gitana más universal y que hoy en día es impartida por la Charles University en Praga). No logro sostener el reto y me desvío hacia la izquierda, hacia el restaurante el Corso. Adentro los violines tocan csardas para los turistas, ya no más para la juventud húngara. Y me pierdo entre cristales de nieve hacia la plaza Vörösmarty donde recibirán mis pasos más ojos sombreados, quizá descendientes de aquellos gitanos que fueran traídos como esclavos por Vlado Dracul; o tal vez alcanzaré una sonrisa verde de quien se cree heredero de una tribu de Israel perdida por siempre en el exilio.

5 comments:

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juan said...
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MaGa said...
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