Monday, April 28, 2008

Lorena, la de ojos extraviados
(Primer lugar Concurso Revista Mensajero, 1993)
Bajo mi sombra de las seis de la tarde, Lorena cierra los ojos; lleva horas aguardando, tiene el cabello húmedo de tanto esperar. Supe que Roberto no cumpliría con la cita desde el momento en que ella estacionó el coche junto a la carretera; cuando se quitó los huaraches y preparó los hombros para la embestida del aire marino. Recorre parte del litoral con los pies rozando la orilla del mar, camina hasta encontrarse con un estero, casi muerto de tan callado; luego de contemplarlo hace el intento de regresar al carro, tomar el volante y marcharse, pero una sensación de profundo cansancio envuelve la costa al iniciar mi trayectoria hacia la noche. La joven sólo alcanza a llegar al lugar que su prometido fijó, a unos metros de la carretera y la playa. Frente a ésta se recuesta sin reparar en el camino andado, en donde los cangrejos rompieron ya las marcas de sus pasos.
Sostenida por los codos quiere olvidar el coraje que durante semanas enteras se le ha instalado en el vientre a causa de la desconsideración de su prometido. Quizá por eso me da a guardar sus ojos y acepta el llegar pausado de un hondo reposo; sus pestañas se duermen mientras estira el talle sobre la arena; no le importa que ésta se mezcle con su trenza. A lo lejos, arañando el horizonte, una silueta humana va aproximándose a la ribera; poco a poco, a brazadas rítmicas, se va acercando; parece dirigirse en línea recta a la muchacha que, suspira tranquila. Le doy ánimos a aquella figura para que siga avanzando, pero también mando al viento a que levante la arena en capas de rocas diminutas. Mi intención es provocar el vuelo de su falda, alfilerear los muslos y así prevenirla, pero Lorena ni siquiera se mueve: sólo desea descansar. Somos yo y mis rayos los únicos testigos, y ella sola en este lugar al que su amante nunca llegará.
Dormita sobre la bahía, extrañando a Roberto, el que le prometió meses de carcajadas para conquistarla y nunca pudo cumplirle por la fecha, por el propio sueño. Había pedido otra oportunidad, juró cumplir con la cita pasara lo que pasara, rogó ser esperado. Y ella accedió aun cuando su madre le advirtiera mil veces que no debía confiar en su palabra...
El ser que apareció tiene ya los pies sobre piedras y conchas, y sigue adelante.
...Menos aún pensar en casarse, pues es de los que nunca logran hacer algo, sobre todo tratándose de un pescador, que esos se la pasan meses en alta mar para regresar exhaustos, con muy poco dinero y muchas ganas de acostarse con su mujer para luego de gastarse lo traído, buscar un trabajo temporal; con lo que se quedaría nuevamente sin pareja y sin dinero aun estando en la misma cama...
El visitante tiene una ruta marcada: su senda termina precisamente donde la novia dormita.
...Hasta que finalmente los barcos vuelvan a zarpar y junto con éstos iría su hombre, y que lo único que terminaría buscando es un amante que la consolara durante las muchas ausencias del marido...
Mi luz casi naranja, analiza la constitución del recién llegado: su piel brilla, quizá por la sal y el sudor o tan sólo de examinar el cuerpo largo de Lorena sobre la playa.
... “Conmigo no será así” responde siempre. Y ella misma, con el viento sobándole los oídos trata de convencerse de la respuesta. “No, no será así”, repite; al expresarlo le molesta la agitación de su vestido y al bajar un brazo para acomodarlo se topa con las piernas empapadas del hombre que salió del mar.
Él se inclina para presentarse y Lorena corresponde al saludo con los ojos sellados por mí. Deja que él le roce sus mejillas para después, creyendo reconocerlo, lanzarle una sonrisa. “Viniste”, dice, pero no obtiene respuesta; feliz Lorena besa la muñeca húmeda y ofrece un gesto de satisfacción ciega.
Sin pronunciar palabra él comienza a tocarla. Rasguña nuca y orejas y patina el contorno de su espalda. Ella lo piensa, cree que su futuro esposo finalmente ha entendido cómo debe amarla, palpa la cabeza calva y la percibe rizada, analiza con los dedos el rostro y lo imagina terso, tibio, amable. Tantea el cuello y el pecho y cree, con todo su deseo, que ése es Roberto. Yo comienzo el descenso hacia los cerros: hay sombras que Lorena pudiera ya ver, pero se niega a recordar la existencia de sus ojos. Sólo acepta el temblor de los vellos y la ternura ininterrumpida de las yemas de su amado; de él que se acomoda a la cara de Lorena, que besa sus labios, los muerde, los absorbe; a quien ella nombra. En respuesta, le quita la ropa y comienza a poseerla.
Un poco después, cuando los insectos salen de su escondite y yo estoy a punto de ocultarme, ella intenta agarrarle la cintura para poderse incorporar y entonces nota la bola hinchada del abdomen de su amante. Sorprendida se recuesta de nuevo; un silencio de naufragio la domina. Él, estático, se clava en los párpados cerrados de Lorena: observa el contoneo curvo de las cejas de su nueva mujer quien, dudosa, alza la mano e intenta reencontrar las facciones de Roberto en esa cara. Las pupilas inútiles se agitan cada vez más, se mueven de un lado a otro justo cuando percibe la piel húmeda y fría. Alrededor de ambos, del extraño y la joven paralizada en la arena, danzan los insectos. De mí sólo quedan unos cuantos tonos morados. Antes de mi desaparición descubro sus ojos para que analicen completamente al visitante. Después, inevitablemente cambio de paisaje; desde lejos alcanzo a oír un gemido hondo. Supongo que ha sido cuando ella ve la piel separada de los huesos, inflamada y pálida, las uñas cubiertas de fango y la mirada honda de quien ha estado mucho tiempo en la sal.

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